Los tres golpes

 

Se llamaba Fátima El Acha. Ya que me seguía a donde fuese  y no me la podía quitar de encima decidí contárselo todo, no tener secretos entre los dos. Lo único que lograba sin tal confesión era que me preguntara constantemente sobre cada acción que emprendía. Una vez consciente ella de mi principal y única preocupación, había una posibilidad entre mil de que colaborase de forma activa y dejase de entorpecer mis pasos con cualquier otra cosa e inopinadamente así lo hizo participando mucho en aquella investigación. Valoraba su actitud sin hacer demasiado caso a los frutos de esta porque Los Tres Golpes  primeramente era un lugar sin lugar, pues su ubicación no la conocía nadie.    

Extrajo ese dato de un pordiosero  al que libramos de la calle algo más de media hora a fin de que nos diera información al respecto que ella, por no sé qué oscuro motivo, sospechaba que quizá tuviese. Le invitamos a tomar algo e idea mía fue pedirle mucho whisky para que dijera la verdad y mucho café para que la soltara rápidamente. Pero el resultado fue nefasto y  las frases  disparatadas que él repetía  como un autómata en su soledad de mendigo, y que interrumpió inconscientemente como por timidez (no por educación) cuando pasó al establecimiento con nosotros, volvieron a surgir, esta vez incansables y a un ritmo casi demencial. Tuvimos que echarle de allí no siendo nadie nosotros para hacer eso, habiéndole sacado, cuando aún no iba bebido ni llevaba dentro tanta cafeína, que en aquel sitio de Los Tres Golpes fabricaban lo que yo tanto necesitaba conseguir con premura, con el tiempo en mi contra como ya por aquel entonces lo tenía. 

Interrogamos a  un puñado variopinto de seres de a píe, ciudadanos cansados y ojerosos que nada sabían acerca de la existencia y dirección de Los Tres Golpes, y decidimos lanzar la cuestión a los olvidados por ellos. Quisimos encontrarnos nuevamente con el vagabundo al que echamos de un bar que no era nuestro pensando que agotado al cabo del día de decir sandeces en solitario al frío imperante volvería a algún refugio que cohabitara con iguales. Y allí dimos con el más dejado de la mano de Dios, el que menos parecía importar a la gente, que nos señaló a un compañero suyo de color que aún guardaba algo de dignidad y parecía haberse integrado hacía poco en ese grupo de miserables. Este último nos dijo que le siguiéramos, llevándonos por callejuelas que solo conocíamos por su mala fama. Allí el crimen se dejaba oír bajo el roto y torcido alumbrado, y creí pisarlo más de una vez tropezando con individuos que aún se movían, yacientes como sacos. 

Llamó desde lejos a un conocido y este se acercó. Un sujeto con muchos brazos y piernas (o eso me parecía en la noche) que se arrastraba rápido más que caminaba. El negro nos dijo que esa especie de araña humana nos podía conseguir uno pero que para eso yo le tenía que dar una cantidad económica que llevaba encima pero que me negaba a entregar por adelantado. Yo no confiaba en ellos ni en Fátima, que en la oscuridad nocturna ya no era tan colaboradora con mi causa y solamente me repetía que deseaba forzarme y hacérmelo en medio de esa penumbra tan azabache como la piel del corpulento al que seguíamos. Hice saber al guía de tan truculenta expedición y a su rastrero acompañante que no verían por mi parte ni un centavo hasta que no trajeran consigo aquel objeto que me prometían. Nuestro postillón insistió en que iba a arribar un barco al puerto que estaba próximo a nosotros y debía darme prisa en el pago. Volví a rechazar su propuesta y me amenazó entonces con dejar de protegerme de lo que me pudiera pasar en el suburbio ese, advertencia que me importó bastante pero fingí toda la indiferencia que pude y me llevé a Fátima conmigo. Sutil intimidación la de aquel faro en las tinieblas que amedrentaba con apagarse. Con lo fácil que hubiera sido noquearme de un solo impacto  y quitarme todo lo que portaba en la cartera.

La gente es buena solo por casualidad, concluí. Él y su colega estaban fatigados y dispersos por cualquier penuria o conjunción de ellas (de las muchas que debían llevar consigo) y no pensaban  lo suficientemente claro como para entrever la solución más sencilla y limpiarme los bolsillos haciendo uso de la violencia. Luego, para mi desgracia, razoné  aún con más desatino. Apropiarse mediante la fuerza de mi dinero era del todo evidente para que no se les hubiera pasado por la cabeza y si no se decantaban por esta salida era simplemente porque no querían. Por tanto les consideré criaturas distraídas y lánguidas pero de buena fe. Y con esta opinión pasé la bayeta a los hechos que habíamos compartido poco antes. El trato con ellos había sido un camino de rosas y no la boca del lobo como había pensado al comienzo. A esta deducción  llegué (no teniendo nada que ver, como me había ocurrido otra veces, con mi riguroso presente) cuando Fátima me abordaba en una bocacalle, y conseguí con mucho esfuerzo despegarme de la atosigadora y correr hacia la búsqueda de aquellos de los que me fui por voluntad propia en un momento de lucidez, como también  había hecho con el mendigo que nos llevamos al bar y en tantas ocasiones pretéritas, y como en todas salí escaldado llevando bien alta la corona de imbécil.

-  Está bien- le dije al grande- Aquí tienes los billetes. Manda a tu compadre a buscar  lo que te pedí.

Con qué autoridad hablaba. Era todo un domador de bestias, el señor de la escoria.

- Y ayúdame, si Fátima vuelve córtale la cabeza, por favor - Se desmoronaba mi reino al pedir protección rogando. Ella no regresó. El afín a mi interlocutor sí que se fue y volvió, y trajo droga consigo. Me repugnaba aquella tanto como los que la consumían. Volví a dirigirme, desquiciado como lo estaba, a mi cicerone en aquel museo de los espantos.

- Esto no es lo que te dije. Quiero lo que hay en Los Tres golpes, ¡Los Tres golpes! 

Los dos indigentes anteriores se habían burlado de mí. El primero por inventarse tal localización con un nombre así, como si deseara que aquel al que preguntase por ella se lo tomara con literalidad, y el más abandonado por aprovechar mi engaño  para señalarme al más fuerte pues quiso rematar con broche de oro el trabajo previo del otro y doy fe de que lo consiguió. Aunque al principio esta infamia ejecutada tácitamente por ambos no cuajó ya que le pregunté al africano por este sitio e iniciamos pacíficamente la marcha, cuando le insistí no parecía recordar nada sobre el susodicho paradero siendo este el principal y único motivo de nuestra ruta. No creo que se hiciera el despistado. Parecía un buen hombre. El caso es que se tomó al pie de la letra aquello que le estaba pidiendo a gritos y con gesto tierno y complaciente me soltó tres que casi me ahogo en mi propia sangre.

Al día siguiente abandoné mi trabajo. Quería hacer las cosas bien. Dedicarme a mi objetivo a tiempo completo. Me planté ante la mesa de mi jefe.  “Lo quiero dejar” le dije. Yo era el segundo de a bordo. Intentó retenerme. Primero con la culpabilidad.

-  Las cosas están mal. Sabes que desde hace un tiempo el suelo se tambalea y sin ti nos iríamos a pique. No quiero que pese en tu conciencia cuando ya te hayas ido- todo era mentira. Íbamos mejor que nunca y él lo sabía perfectamente.  

- Si este marinero borracho tapa las aguas del barco será solo porque se tambalea- le respondí  para que me dejara en paz. Yo jamás había probado una gota de alcohol.

Habría hecho igualmente caso omiso de decirle que empalaría a sus familiares y los cocinaría a la brasa  Él estaba empeñado en que no me fuera  y recurrió al ver que no obtenía resultados,  al vil e infalible dinero prometiéndome, ya mucho más tranquilo y sin sobresaltos, con la certeza de que no recibiría ninguna otra negativa por mi parte,  una considerable mejora de sueldo  pero mi respuesta fue la misma. Así que como última opción se decantó por el chantaje, ya no moral sino uno todavía más sucio:

-  Sé por las cámaras que has forzado a Fátima, la señora de la limpieza, a mantener relaciones contigo en cada rincón del edifico cuando ya no quedaba nadie. Sabes que si te denunciamos pueden encerrarte y que perderás a tu esposa si tus aventuras llegan a sus oídos- pero sus amenazas me eran del todo indiferentes. Yo ya hacía mucho que vivía alejado de ella y de mis hijos, y era  Fátima la que me obligaba a mí. De haber grabaciones al respecto claramente lo atestiguarían, detalle que me hacía pensar que mi superior las visualizó y aún así mentía desesperadamente agarrándose a un clavo ardiendo, a un argumento insostenible e intentando hacer que me lo creyese cuando en mi propia carne había sufrido los continuos acosos y abusos de esa mujer.

- Está bien. No me despidas si no quieres. Aún así no pienso volver más-  y me sonrió aliviado, contentándose con oír eso, quedándose solo con la primera parte o entendiendo la segunda solo Dios sabía cómo.

Entró la asistenta.

- Fátima, lo siento. No nos veremos más. Acaba de despedirme.

- Todo lo contrario. Si ha sido él quien ha querido irse- vociferó mi exjefe, exagerando involuntariamente el  tono hasta el ridículo y temeroso de no meterse en líos con ella.

No daba crédito a lo que acababa de oír. Se había detenido  estupefacta al instante de cruzar la entrada. Conseguí sortear el obstáculo que era su cuerpo (más aún allí parado, en medio de esa habitación impersonal, con los dientes apretados como sus puños)  y cerré la puerta  tras de mí para dejarles solos, ya  del todo liberado, sin deberme a nada ni a nadie para así entregarme enteramente a conseguir un cencerro. ¿No os lo dije antes? Quería un campano con su badajo y asa, con su sonoridad huera como la vida misma (como si a esta no la hubiera escuchado lo suficiente) y buscarlo más relajado, a poder ser durante las horas diurnas.

 


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