La corrosión
Nos acabábamos de conocer hacía escasos diez minutos. Era nuestra primera cita y charlábamos fluidamente en una terraza de bar. Ella me daba sus opiniones anodinas que acompañaban al relato de unos hechos también por el estilo. Sus anhelos, ocio, trabajo y vida en nada diferían al de miles de millones de personas más. Pero la cerveza dándome de frente junto al sol, la imponente presencia de sus pechos y mi estómago vacío por haberme despertado muy tarde en mi único día libre y salir medio corriendo para llegar puntual, hacían que me parecieran impresionantes sus comentarios y cada palabra que pronunciaba más especial incluso que la anterior.
Yo no
era menos. Mis puntualizaciones y vivencias valían tanto como las de ella, y el
mundo que pintaba ante sus ojos, el mío, era, a juzgar por sus gestos de agrado
y admiración, igual de emocionante que el suyo. Sobreabundaba la química entre
risas y progresivos descubrimientos de gustos y experiencias comunes, las de dos
almas gemelas cuyo encuentro, después de treinta y muchos años de existencia,
hacía que fuera mágico incluso nuestro entorno: el camarero que nos atendía,
antipático y cojo; la gitana que nos molestaba vendiendo romero y que nunca se
iba; los dos policías que vigilaban, emitiendo roznes a través de sus caras de asno, la placita
donde estaba la mesa que ocupábamos.
Siempre tuve miedo a todo lo que los perros
lo suelen tener: a los petardos, las tormentas, los viajes, pero sobre todo a las
placas metálicas con multitud de agujeros en forma cuadrada que en la calle a
veces suplen un humilde tramo del tradicional y estable pavimento. Sin embargo, no fue ninguna mi sorpresa al
darme cuenta en mitad de la velada que la silla donde estaba sentado se apoyaba
sobre algo así. El encanto de ese novedoso encuentro hacía que no me importara
en absoluto verme en medio de un mar de pequeñas formas geométricas,
exactamente iguales y vacías, sobre las cuatro patas de mi asiento y que sus
extremidades pudieran encontrar equilibrio entre tanta oquedad. Cierto era que
no revestían ningún peligro ese tipo de superficies pues tenían la quietud del
más sólido asfalto, aunque la mía en concreto se vino abajo y yo me desmoroné
con esa reja justo en el momento en que nuestras manos se unían. Me había
metido en un buen lío, en uno muy oscuro porque al caer desde varios metros con mi silla y resultar junto a mi bebida intacto dejé completamente de
ver y, aunque podía levantarme por no
haberme roto milagrosamente el espinazo, preferí permanecer sentado en aquélla tal
y como había descendido, acabándome lo que me quedaba de la jarra que aún
tenía. Rocío me ayudaría desde arriba.
Me arrojaría una cuerda y cuando el esfuerzo de mis brazos me devolviera de
nuevo a la luz nos besaríamos
apasionadamente. La historia pintaba mejor que nunca pero aquel cuerpo
largo de hilos entrelazados no bajaba. La colaboración que esperaba de mi chica
aún no había nacido de ella. Tuve que forzar tal alumbramiento con peticiones
expresas de socorro a su persona.
-Roció, porfavor, ayúdame, me estoy asustando
(y en su ascensión ese “asustando” botaba de un lado a otro perdiendo letras a
cada renacer)
- ¿Estás bien? - Sonó su voz desde lejos, y
para mi desconcierto aquella pregunta que a su vez era contestación a mi
súplica vivió y murió cansada, indiferente, pareciendo haber surgido como de
obligado cumplimiento.
- Sí, estoy bien, en verdad no me ha pasado
nada, pero contigo estaría mejor- Mi
valor se atrevió a esto último.
- Yo ya me voy. He llamado al teléfono de
emergencias. Te ayudarán a subir y te curarán.
-Cómo que te vas, pero si íbamos a casarnos,
joder- Farfullé para mí mismo, sollozando.
Lo que le dije fue algo distinto:
-No te puedes ir ahora. Si lo estábamos
pasando bien.
-Es que he quedado con unas amigas- Arrojó desde lo alto esa excusa, original solo
por la distancia desde la que mentía
-Si nos habíamos reído mucho. Nuestros ojos
se comían y ya íbamos a besarnos después de apretar nuestras manos
-Te reías tú solo, me diste tú la mano solo,
yo miraba a otra parte
Fue como un rápido contraataque que selló con
broche de oro:
-Además, yo no te iba a besar.
Y
dijo, finalmente:
- Bueno, me voy.
-Pero si todo iba bien, Roció. Íbamos a ser
la pareja del año- Como por inercia volví a insistir, ya sin esperanzas de
intentar retenerla allá arriba donde estuviera.
Sonaron sirenas de todo tipo, de los
bomberos, ambulancias, policía… compitiendo entre sí para ver cuál era la menos
cabal.
-Muchacho, ¿estás bien? Vamos a bajar a por
ti. No te muevas- Ya me estaban dando órdenes sin aguardar que les respondiera ,pero
no hice ningún caso. Ya lo creo que me moví. Sentí la necesidad de huir como un
chiquillo tras hacer una fechoría y, palpando las paredes como un desesperado aún
sin levantarme de mi asiento, encontré un angosto pasadizo cerca del suelo y me
fui para adentro junto a la silla, que no se despegaba de mí.
Comentarios
Publicar un comentario